¿Hasta qué punto influye la dedicación de los padres en la formación de sus hijos?
Educar a fondo a los hijos, para la verdadera felicidad; programar, en cierta manera,
un plan de formación y seguirlo con flexibilidad y constancia, para transmitir los valores
auténticos, no es una tarea hercúlea que exija “mucho tiempo”. Más bien consiste en
una constante del vivir.
¿HASTA QUÉ PUNTO INFLUYE LA DEDICACION DE LOS PADRES EN LA FORMACION
DE SUS HIJOS? Wolfrang Amadeus Mozart a los siete años escribía sonatas y
a los doce, óperas. Parece increíble, pero alguien lo hizo posible: su padre Leopoldo
Mozart, un gran músico que sacrificó sus muchas posibilidades de éxito para dedicarse por entero a la educación del
pequeño genio.
Qué va a ser de nuestros hijos? Es cosa clara que la educación de los hijos entraña una aventura en el más estricto sentido de la palabra. Se emprende con la ilusión de alcanzar una alta meta: la felicidad de los hijos. Pero no cabe esperar una garantía de éxito infalible, y menos un triunfo inmediato. Pero esta incertidumbre es providencial, porque impide que los padres se duerman, se aburguesen y se compliquen la vida con preocupaciones demasiado egoístas.
Los padres se encuentran siempre instados a poner toda la carne en el asador, desde el primer momento al último del día.
Desde luego la educación de los hijos requiere tiempo. Pero no mucho, sino todo (es una ventaja). Porque en todo momento, queramos o no, estamos enseñando cosas muy importantes a nuestros hijos, con nuestras actitudes y nuestro comportamiento ante las cosas más pequeñas de la vida cotidiana: tanto si los castigamos como si los mimamos o los divertimos; tanto si los miráramos con indiferencia como si lo hacemos con preocupación, siempre estamos enseñándo, formando o... deformando. Cabe decir: en todo momento se nos ve el plumero, es decir, la escala de valores que llevamos dentro, en la cabeza y en el corazón.
Los hijos lo perciben todo: la mirada esquiva, la sonrisa irónica al otro lado de la habitación;
no digamos ya un juicio inequívoco: “la vecina del quinto es insoportable”, “qué desgracia, no
nos ha tocado la lotería”, etcétera.
Si el padre al llegar a casa nunca dice a su hijo más que “hola”, para sumergirse acto continuo
en “lo suyo”, está enseñando al niño de un modo tan efectivo como si se preocupara intensamente
de él y le consagrara varias horas al día. Lo malo es que en ese caso, la enseñanza es
negativa y deformante. Se le ve al padre la pobre idea que padece de paternidad, de filiación,
de familia y de todo lo humano y lo divino. No hay que olvidar que es toda la persona del
padre que educa a toda la persona del hijo.

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